viernes, 26 de octubre de 2012

Chéjov, el arte del cuento y de la comprensión humana

Moscú nevado. Un paisaje típico en los cuentos de Chéjov.

Estos días he disfrutado como un niño con un libro de cuentos de Anton Chéjov, un libro que cayó en mis manos como llovido del cielo, solo que ocurrió cuando pasaba por debajo de una estantería de una habitación con libros y techo. De pronto, ante mi enorme sorpresa, como si de un fantástico libro volador se tratase,  se deslizó por mis brazos y, antes de que cayera al suelo, lo acuné como si fuera un tierno bebé. Debido a su mirada zalamera, no me quedó más remedio que llevarlo al dormitorio, donde  lo deposité, exactamente sobre la mesa de noche.  Al rato, cuando volví y me postré en la cama, observé que ya estaba abierto por la primera página (¡pero si lo había dejado cerrado!), así que comencé a leer para ver que me quería contar el gran Chéjov con tanta premura. Y lo que contaba era sumamente interesante, porque ya no pude parar hasta escuchar la última de sus palabras. Finalmente, me dio un sabio consejo: "los cuentos, si son buenos, puedes leerlos cuantas veces te plazca".  La típica nostalgia de pérdida al terminar un libro se convirtió en cálida sonrisa de esperanza.

Anton Chéjov fue un gran literato ruso del siglo XIX. Destacó como cuentista y dramaturgo. Seguro que a muchos les sonará  El jardín de los cerezos, una de sus obras más famosas. Pero yo me voy a centrar en la primera de sus facetas citadas, porque es lo que he leído así como uno de mis estilos favoritos. Conocía a Chéjov porque me había leído algunos relatos suyos, pero salteados, esta vez decidí leerme un libro entero, como quien lee una novela de capítulos totalmente independientes entre si. Porque a diferencia de otros grandes escritores rusos de su época, como Tolstoi o Dostoievski, Chéjov nunca compuso una gran novela, pero encadenados sus cuentos conforman una gran obra no menos meritoria.  
 

Según pasaba sus páginas me deslumbraba su prosa, tan nítida, tan clarividente, y sin querer terminar un cuento ya quería empezar el siguiente. Su capacidad para discernir el alma humana es sorprendente. De hecho, sus cuentos transcurren mayormente dentro de los personajes, pero con una objetividad casi desesperada: los comprendía sin perdonar, y los amaba sin obviar ninguno de sus defectos por más sucios y tristes que fueran. Durante algunas fases le decía a Chéjov, por medio del libro: "Chejov, sabes demasiado, me conoces como si me hubieras parido, no me vas a dejar pasar ni una...". Pero no teman, es gratificante,  es autoconocimiento. De la crítica pero honesta mirada de Chéjov no escapa nadie. Ni él o ella como personaje, ni tú como lector. Y así comprenderás muchas virtudes y defectos. Ampliando comprenderás que todos los tenemos. Y que mejor no ser cruel con los demás porque lo seremos contra nosotros mismos.  Chéjov no es solo un escritor sino una experiencia vital.

Se suele decir de Chéjov, igual que hay otros escritores que lo son de la adolescencia, que él lo era de la madurez. Ciertamente, sus obras no intentan deslumbrarnos desde la euforia o el perfeccionamiento, en todo caso intenta mostrarnos la vida de forma más sencilla, reposada y realista, quizás más parecida a como en verdad lo es. Gran parte de sus cuentos no tienen un final claro y contundente, acaban como la vida, sabiendo que mañana es otro día pero que la noche le precede. En definitiva, Chéjov era muy sutil, de una sutileza de tal calibre que algunos lectores no comprenden si se pronuncia sobre las moralejas de sus historias. El pabellón número 6 es el escalofriante relato de un hospital que mata en vez de sanar. Se dice que Lenin no durmió en varias noches después de leerlo.  Su moral y su arte es muy sutil. En su vida diaria, Chéjov profesaba un ateísmo tranquilo, y su reformismo social era completamente racional y moderado.   

Que mostrase el interior del alma humana no significa que no pintara la naturaleza exterior. Al contrario, lo hacía con maestría. Por momentos parece como si a un gran pintor le hubiesen otorgado una pluma en vez de pincel para recrear lo que ve. Chéjov logra impregnarte paisajes emocionales. Yo no estoy acostumbrado a la nieve, rara vez la veo y cuando lo hago es una situación efímera porque tarda poco en derretirse. Pero en un pasaje me llegó la dicha, el apego y el arraigo que pueden sentir personas de latitudes más al norte cuando  los primeros copos anuncian el frío invierno y la nieve que permanece. Esa alegría inefable que nunca podré experimentar me la hizo sentir e incluso comprender. Un ejemplo de como la mezcla de sus pinceladas exteriores e interiores calan en tu piel.

Otro detalle que no me pasó desapercibido es su capacidad de síntesis. Chéjov es capaz de contarte toda la vida de un personaje en un solo cuento. Como lo hace en Mi vida (relato de un hombre de provincias). En 100 páginas nos cuenta la peripecia vital de un hombre atrapado por su destino. Es otra de sus improntas, la voz natural para contarnos la vida. Nuestros ojos se deslizan sobre sus páginas con pasmosa facilidad. Chéjov consideraba que el papel del artista no es responder preguntas, sino plantearlas. Por ello,  Chéjov es el gran observador, el escritor que escucha. Es más portador de dudas que de certezas. Al contrario que otros grandes literatos rusos, Chéjov no quiso ser profeta y cultivó parcelas de la realidad y la ironía que consideró que se descuidaban. Su legado, su técnica e innovaciones fueron recogidas por escritores posteriores.

Chéjov nació en Taganrong, ciudad rusa situada a orillas del Mar de Azov. Nieto de siervos e hijo de un comerciante arruinado por un amigo, no tuvo juventud ni algo parecido a la infancia. Su padre, director del coro de la parroquia les impartió (a él y sus seis hermanos) una educación muy estricta y religiosa. Su madre era una gran cuenta cuentos que entretenía a sus hijos contando historias. Para Chéjov escribir siempre fue un acto de primera necesidad porque le permitía subsistir aunque fuera precariamente. Se hizo médico y compaginó los estudios con la caricatura periodística (trabajó en varias revistas). Porque esa fue su escuela literaria: la sátira. Y otra de sus características: el humor, siempre muy presente en su obra. Escribió alguno de los cuentos más desoladores que,  mezclados con el humor, los convertía en  irónicos, una mezcla de compasión y distancia.

Siempre se lamentó de que la literatura le apartase de su verdadero amor: la medicina;  porque de forma prematura tuvo que lidiar con la enfermedad: la tuberculosis; convirtiéndose más en paciente que en médico. La literatura fue una terapia entre ambas facetas. Esta característica le daba una gran altura moral. Como médico quería ayudar pero sin placer ni repugnancia por el horror o la muerte. Traspasado a su obra escrita le otorgaba una falta total de ambigüedad. Unas operaciones limpias y precisas. Para Chéjov escribir es comprender. Y su literatura nos hace comprender mejor al ser humano.

Los que lo conocieron suelen destacar su bondad y grandeza humana, para algunos incluso superior a sus cuentos y teatro. Lo que ya es mucho decir, ya que estamos hablando de una obra excepcional. Incluso Tolstoi, que era un juez implacable de los otros, se enamoró de Chéjov y nunca dejó de quererlo, algo que nos sucede a casi todos nosotros cuando lo leemos. Uno de los genios literarios más humanos que han existido. Hay que recordar que contrajo su enfermedad al contagiarse de sus pacientes al tratar de sanarlos.

Anton Pávlovich Chéjov se encontraba en la Selva Negra de Alemania, en julio del año 1904, en un spa,  gravemente enfermo.  Apenas disfrutaba de su gloria y del  amor -se había casado tres años antes con la actriz Olga Knipper, que había actuado en sus obras y le acompañaba en ese momento- cuando murió a la edad de 44 años. El cadáver fue trasladado a Moscú en un vagón refrigerado de ostras. Su propia muerte  contiene algunos ingredientes típicos de todo buen cuento chejoviano.

Chéjov nos enseña que la belleza se encuentra en cualquier lugar, en las primeras gotas de lluvia que caen, en las luces que tintinean en tu casa durante una tormenta invernal, en unas palabras que te dicen cuando menos te lo esperas. Chéjov habla un esperanto todavía no inventado, una lengua que todos comprenden. Hay muchas razones para leerle, ahora mismo se me ocurre, aparte de disfrutar de su prosa, que es un escritor que te hace sentir más vivo y te transforma. Y es extraño, porque no sabes porqué pero ocurre. Chéjov rezuma una sabiduría y una bondad invisibles.

Nada mejor para cerrar este artículo que un cuento chejoviano. Nos podemos permitir el lujo porque algunos de sus cuentos son  muy breves. La muerte de un funcionario lo escribió en 1883, es un cuento primerizo, tenía 23 años. Una muestra de su humor agridulce. Lo bueno de los cuentos es que se prestan más fácilmente a la relectura. En este caso, una segunda y tercera lectura posiblemente cambie nuestra primera amable reflexión.


La muerte de un funcionario

En una maravillosa tarde, el no menos maravilloso funcionario Iván Dmítrich Cherviakov, sentado en la segunda fila de butacas, miraba tras unos gemelos la obra de teatro Las campanas de Corneville. El hombre miraba y se sentía transido de felicidad. Pero, de pronto... En los relatos aparecen a menudo estos "Pero de pronto". Y los autores tienen razón en usarlos: ¡la vida está llena de sobresaltos! Pero, de pronto, se le arrugó la cara, los ojos se le pusieron en blanco, se le detuvo la respiración... apartó los gemelos, se inclinó y... ¡achís! Como se habrán dado cuenta, estornudó. A nadie en parte alguna se le prohíbe estornudar. Estornudan los mujiks, los jefes de policía y a veces incluso los consejeros privados. Todo el mundo estornuda. Y por eso Cherviakov no se turbó lo más mínimo, se pasó un pañuelo y, como persona educada que era, miró a su alrededor: ¿no habría importunado a alguien con su estornudo? Y fue entonces cuando le llegó el momento de turbarse. Vio como un vejete sentado delante de él, en la primera fila de butacas, se frotaba cuidadosamente la calva y el cuello con un guante y decía algo entre dientes. Cherviakov reconoció en el viejecito al general Brizhálov, alto funcionario del Ministerio de Comunicaciones.

"¡Lo he salpicado!", pensó Cherviakov. "No es mi jefe, pero de todos modos es violento. Tengo que pedirle disculpas."

Cherviakov carraspeó, se inclinó hacia el general y le susurró al oído:

-Le pido disculpas, ex-lencia, lo he salpicado..., no era mi intención...
-No es nada, no es nada...
-Se lo ruego por favor, discúlpeme. Fue... sin querer.
-¡Oh, por favor! ¡Cálmese y déjeme escuchar!

Cherviakov, turbado ,sonrió estúpidamente y se dispuso a mirar la escena. Miraba, sí, pero ya no pudo recuperar la felicidad de antes. Comenzó a martirizarle cierto desasosiego. En el entreacto se acercó a Brizhálov, se paseó a su lado y, venciendo la vergüenza que sentía, balbuceó:

-Le he salpicado, ex-lencia... Discúlpeme... Ha sido..., es que...
-Oh, déjelo ya... ¡Ni me acordaba del asunto, y usted sigue con lo mismo! -dijo el general moviendo impacientemente el labio inferior.

"Si, dice que ya no se acuerda y sólo hay que verle los ojos", pensó Cherviakov mirando con recelo al general. "No quiere ni hablarme. Tendría que explicarle que no era mi intención..., que es por ley natural. Si no, pensará que le quería escupir. Y si ahora no lo piensa, ¡se le ocurrirá después!..."

Al llegar a la casa, Cherviakov le explicó el percance a su mujer. Pero le pareció que ella se tomaba con demasiada tranquilidad lo sucedido. Primero se había asustado, pero se sintió más aliviada cuando se enteró de que Brizhálov era de otro departamento.

-De todos modos, ve a pedirle disculpas -le dijo-. Si no, pensará que no sabes comportarte en público.
-¡Pues ahí está la cosa! Ya me he disculpado, pero él, no sé, estaba algo raro... No dijo ni una palabra clara. Además, no hubo ni tiempo de hablar.

Al día siguiente Cherviakov se puso el uniforme nuevo, se fue a cortar el pelo y se dirigió a ver al general para darle una explicación... Al entrar en la sala de espera del general, vio mucha gente y también al propio general que ya había empezado a atender las súplicas que le presentaban. Después de haber despachado con algunos, el general alzó la vista hacia Cherviakov que comenzó diciendo:

-Ayer, en el Arcadia, no sé si se acuerda su ex-lencia, se me escapó un estornudo y... sin querer, le salpiqué... Le ruego...
-¡Qué tonterías son esas!... ¡A quien se le ocurre! A ver, dígame -el general se dirigió al siguiente.

"No quiere dirigirme la palabra!", pensó Cherviakov palideciendo. "O sea que está enfadado. No, esto no puede quedar así... Tengo que explicarle..."

Cuando el general terminó con el último de los que allí estaban y ya se dirigía hacia las habitaciones interiores, Cherviakov dio un paso hacia él y balbuceó:

-¡Ex-lencia! Si me atrevo a importunarle es precisamente porque me siento arrepentido, puede creerme. ¡No ha sido adrede, le ruego que me crea!
El general puso cara de llanto y dejó caer la mano con gesto de fastidio.
-¡Lo que usted está haciendo es burlarse, mi querido señor! -dijo y desapareció tras la puerta.

"Pero ¿de qué burlas habla?", pensó Cherviakov. "¿Cómo me voy a burlar yo? Parece mentira que siendo general no pueda entenderlo. Pues bien, ¡no pienso pedir más disculpas a ese fanfarrón! ¡Que se vaya al diablo! Le escribiré una carta, peor no vuelvo! ¡Palabra que no vuelvo!"

Así pensaba Cherviakov dirigiéndose a su casa. Pero no escribió la carta. No lo consiguió, a pesar de darle muchas vueltas. Así que al día siguiente tuvo que volver a dar personalmente sus explicaciones.

-Ayer vine a importunar a su ex-lencia -empezó a balbucear Cherviakov cuando el general levantó hacia él su mirada interrogante- no para reírme de usted, tal como usted a bien decirme. Le pedía disculpas porque cuando estornudé, le salpiqué..., pero no tenía intención alguna de reírme de usted. ¿Cómo iba a atreverme? Si nos burlásemos de la gente ya no habría ni respeto... a las autoridades...
-¡Fuera de aquí! -bramó el general, de súbito lívido y tembloroso.
-¿Cómo? -preguntó Cherviakok en un susurro, aturdido de espanto.
-¡Fuera de aquí! -volvió a aullar el general pataleando.

Cherviakov notó que algo se le había roto en las entrañas. Sin ver nada y sin oír siquiera, retrocedió hacia la puerta, salió a la calle y echó a andar medio a rastras... Al llegar como un autómata a su casa, se tumbó en el diván sin quitarse el uniforme y... murió.

Anton Chéjov.

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