miércoles, 8 de agosto de 2012

Yo confieso y la anécdota

Con esta película tengo una curiosa anécdota. Hace un buen tiempo -tanto que el sistema VHS era la moneda de curso legal para lo audiovisual- grabé dicha película programando mi vídeo ya que la pasaban de madrugada por La 2. Al día siguiente, por la tarde, me tiré en el sofá y me dispuse a disfrutarla. Era de lo más intrigante y emocionante que había visto nunca. Sus ingredientes así lo atestiguan: sacerdote, asesinato, secreto de confesión… cóctel agitado por la mano del maestro Hitchcock: ¡puro suspense!

Cuando la película llegaba a su final, cuando me incorporaba en el sofá para escuchar mejor, cuando se iba a producir el desenlace y podría respirar acompasada y humanamente, en ese momento… ¡CLICK! resonó en la habitación.
 
Automáticamente el vídeo rebobinó la cinta. ¿Qué ha pasado? me preguntaba (realmente exclamaba, gritaba, lloraba, imploraba). ¿Algún nuevo truco de Hitchcock para darle más emoción? ¡Tamaña era mi desesperación! Sin embargo, más profana era la solución: sencillamente la cinta se había agotado y por ese motivo no pudo terminar de completar la grabación. Entré en estado de shock. Ciertamente, me perturbé, tanto que incluso estuve a punto de ir a confesarme.

Ese anhelo quedó registrado en mi mente, se incrustó en mi código genético para no olvidarlo jamás. Años indefinidos después, en un viaje a Madrid, mis huesos cayeron en una gran superficie comercial de libros, música y vídeos. Como si fuera un autómata, lo primero que hice fue ir a esta última sección sin saber porque mis pies me llevaban en esa dirección. A la muchacha que atendía le pregunté, con palabras mecánicas, si tenían la película “Yo Confieso”. Esperaba su respuesta con ansia, miedo, esperanza, deseo… por mi cuello resbalaba una perla de sudor… mi cuerpo y mis manos estaban en tensión… miró en su ordenador y la respuesta fue… ¡SI!

Cuando volví a mi casa lo primero que hice fue, esta vez si, confesarme y purgar mi pena.

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