viernes, 18 de enero de 2013

Ten cuidado con el teléfono móvil cuando vayas a un concierto de música clásica

Todos los periodistas trabajábamos a tope en la redacción del periódico "La Bola Loca", donde prácticamente no dábamos a basto, cuando llegó el siguiente teletipo internacional.

"Un móvil interrumpe por primera vez un concierto de la filarmónica de Nueva York".

Rápidamente contactamos con uno de nuestros reporteros más intrépidos, Hilarante Supino, que se encontraba casualmente en Estados Unidos siguiendo el vuelo de una Mariposa Monarca para comprobar cuanto tiempo invertiría en su camino hasta México (es un reportero minucioso; además, uno de sus ídolos es Félix Rodríguez de la Fuente y siempre que puede lo imita). Unos días atrás nos comentó que había visto algo sobre dichas mariposas en cierto periódico digital conocido como El Caleidoscopio, y que a raíz de los comentarios allí vertidos, le apeteció hacer una tesis sobre el asunto. Le miramos un poco raro, aunque realmente ya estamos acostumbrados: Hilarante Supino es una de nuestras estrellas, un tipo un tanto especial, por no decir extravagante, al que hay que saber tratar. Es como pescar palometas: ahora sueltas nylon, ahora recoges, y en medio echas un poco de "engodo".

El caso es que necesitábamos de todo su talento y toda su buena estrella, pudiendo en este caso, además,  aprovechar su situación geográfica. Le pedimos que dejara la fauna natural por la fauna humana, que ya tendría tiempo de volver a su experimentación a pie de campo, que quizás pudiera pillar a la mariposa en su camino de vuelta, con hijitos incluidos; y le exhortamos para que se dirigiera a Nueva York a investigar. Profesional como es cuando quiere, recogió su tienda de campaña,  su libreta de apuntes y dibujos, se despidió de la mariposa, y esperó a que pasara un autobús en medio de una inmensa recta en un no menos inmenso campo, donde la vista solo divisaba perfectas e infinitas hileras de maíz.

Mientras esperaba al incierto autobús, apareció en el cielo una avioneta con un vuelo un tanto bajo. "Si fuera un grajo pensaría que hace frío, pero es mediodía, el sol está en todo lo alto y hace un calor del carajo", pensó para sus adentros. Incompresiblemente,  Hilarante entró en pánico y huyó despavorido a esconderse en medio de los inmensos campos de maíz. En este punto debemos explicar lo siguiente: Hilarante es un ser sensible y susceptible, y por su cabeza pululan sueños y películas, cómics y literatura, que mezcla con la realidad digamos que, con relativa facilidad. En este caso entró en histeria al recordar a Cary Grant en la película Con La Muerte En Los Talones, de Alfred Hitchock. Después de un rato de estudio observando los movimientos de la avioneta, tirado en el suelo, mientras masticaba polvo y una mazorca, comprobó que, como en la película, la avioneta se dedicaba a fumigar los campos de maíz, pero, por el contrario, no parecía perseguir a nadie: se dedicaba a realizar mecánicamente su trabajo. Fue consciente del problema que tendría si se mantenía en la misma posición: ¡lo podrían fumigar como si de un gorgojo se tratase! Entonces se levantó, se anudó bien la corbata, se sacudió el polvo del traje y volvió a la parada como si no hubiera ocurrido nada.

Finalmente apareció un autobús fantasmagórico en medio de aquel paisaje de Luna vegetal. Sus únicos ocupantes, aparte de un bigotudo y obeso conductor de raza negra, eran Joe Buck y Rico "Ratso" Rizzo. Dentro pudo hablar con ellos. Le contaron que se encaminaban hacia Florida pero que, al confundirse de camino, regresaban sobre sus pasos hasta dar por fin con su idílico y deseado destino. Al menos es fue lo que nos contó nuestro reportero intrépido.

Al cabo de una semana recibimos una misiva, firmada con puño y letra de Hilarante Supino. Esto fue lo que escribió.

Redacción de La Bola Loca, después de correrme un par de buenas juergas en Miami con Joe Buck y Rico "Ratso" Rizzo, cambiando el curso de la historia debido a que conseguí reanimar a Rico de un síncope que padeció dentro del autobús (motivo por el que me invitaron a Miami), encaminé mis pasos hacia Nueva York. Al llegar al teatro hice mis pesquisas, para ello no escatimé medios ni tiempo, aprovechando al máximo el presupuesto que me concedieron. Comí en los mejores restaurantes porque en esos ambientes elitistas se mueve la gente relacionada con la música, no por otra cosa; si no, hubiese economizado a base de perritos y hamburguesas: ya saben como me gustan esos grasientos alimentos. Si, lo se (no hace falta que me lo recuerden): no son muy sanos, pero si jodidamente deliciosos. Pero lo dicho, no me quedó más remedio que dedicarme a la langosta y al caviar. ¡Que sacrificio! Por supuesto, también me moví por los bajos fondos (ir a Nueva York y no bucear en ellos es como ir a Pisa y no tomarte la típica foto hercúlea soportando la torre inclinada para que no se caiga). En resumidas cuentas: hablé con personas de todo pelaje, condición y devoción, para hacerme una mejor idea de los hechos y así ofrecer la mejor de las informaciones posibles: la más poliédrica en apariencia y forma, todo conjuntado y apelmazado cual peloto de gofio. El resultado de mi trabajo, es el que a continuación expongo. (Así debe salir para que lo puedan leer nuestros queridos lectores).

El concierto discurría por cauces normales, uno más de sus más de 14.000 actuaciones a lo largo de la historia de la Filarmónica de Nueva York. El programa estaba compuesto por la novena sinfonía de Gustav Mahler. Concretamente se encontraban en el último movimiento de la función. El director dibujaba concentrado líneas en el aire con su batuta, dirigiendo de esta forma a su séquito de pintores musicales de campaña, cuando de pronto sonó un móvil en la primera fila. Alguna vez había ocurrido en esta nueva era tecnológica, pero siempre se silenciaba rápidamente y no pasaba a mayores. Por lo tanto, el público esperó rutinariamente a que el responsable lo apagase. Pero nada de nada (nothing at all en lengua gringa). El director comenzó a impacientarse: de vez en cuando miraba hacia atrás escenificando una rostro entre confundido y mosqueado, como si una mosca cojonera le rondase la oreja. Ni con esa actitud el causante de la afrenta se sintió aludido. Y estaba cerca. Como hemos dicho, en primera fila. Aquello se estaba saliendo de madre. Aquello era un monumental pitorreo. ¡Aquello señores!... no voy a decir lo que pienso.

El público expresó su descontento. Se inició otro concierto paralelo de música de viento: pitos y abucheos que aumentaban en volumen e intensidad progresivamente. Más que un teatro, aquello parecía un estadio de fútbol en un partido de máxima rivalidad. A todas estas, el móvil seguía sonando: su sonsonete parecía interminable. Entonces sucedió lo que nunca había ocurrido en los 170 años de historia de la Filarmónica de Nueva York. El director pronunció un sonoro ¡BASTA! y los músicos dejaron de tocar. La sorpresa general fue unánime. De repente, todo era silencio porque el público calló ante la inesperada situación. Todos menos el móvil. Seguía sonando desafiante y parecía exclamar: "¡ni aunque me pongáis bajo el agua, ni aunque me deis de martillazos, dejaré de berrear!". En ese momento el director bajó del escenario rojo de ira, caminaba cual sheriff armado, por pistola tenía una batuta. Se colocó frente al supuesto culpable y con mirada desafiante y pies bien plantados sobre el pavimento, lo señaló inequívocamente con la pistola; perdón, con la batuta. ¡TU! Le dijo. El sujeto también estaba rojo, pero no de ira sino de vergüenza. No superó la prueba: no aguantó la inquisidora mirada del director: ¡Era el culpable!

El público, al reconocerlo, prorrumpió en insultos, imprecaciones y falacias varias. Amparándose en el anonimato, la fuerza y la cobardía de la masa, aumentó su atrevimiento. ¡Pidieron la cabeza del sedicioso! Intentaron organizarse. Querían que los músicos se apartaran del escenario para montar un cadalso donde acometer la ejecución. Horca o guillotina: a elección del reo. Algunos exclamaron que no hace tanto así resolvían los problemas. ¡Justicia popular! ¡Justicia divina! Alegaban que no les había ido tan mal. Hubo gritos en contra. Se armó un buen jaleo. Incluso se oyó un sonoro ¡orden en la sala!

El director se había convertido en el juez supremo. El publicó delegó en él; lo revistieron de autoridad moral. Cualquiera que fuera su elección, sería aceptada por la masa. El reo, en esos momentos,  ya no estaba rojo sino violeta y su piel se había impregnado de sudor frío. Dependía de un director-juez que podía ser salomónico y pacificador o un ajusticiador implacable. Era como jugar a la ruleta rusa con una sola bala y un tambor de dos cartuchos. El director procedió a expresar su veredicto, abrió la boca y exclamó... ¡NO! (veladamente bajó el pulgar cual emperador romano en el circo de los gladiadores). El reo respiró aliviado. En el público surgieron disputas y diferencias, pero nadie osó replicarle. El Juez dijo su opinión tal cual la sentía: por el no había problema, no tenía ningún inconveniente en permitir la tropelía, pero se tardaba más en ejecutar a una persona que en apagar su móvil. El tiempo es oro y el director-juez iba escaso de él ya que luego le esperaba la querida en el restaurante de la esquina, más habitación en el hotel de encima. En todas las situaciones, por muy peliagudas que sean, hay personas que siempre tiene mejores cosas que hacer: aunque de ellos dependan vidas.

Se preguntarán por el móvil. ¿Verdad? Si, seguía sonando. Era una cosa realmente latosa y aparatosa, aparte de escandalosa. El director instó al dueño a que apagara la marimba (ese era el tono que sonaba), y le dijo que cuando necesitara ese instrumento, ya le llamaría (apuntó su número en la agenda). Cuando finalmente lo hizo, le preguntó: ¿está apagado? ¿volverá a sonar? El hombre se limitó a asentir bajando la cabeza en un gesto corporal que distaba del típico saludo oriental: era sinónimo de evidente sumisión y humillación. Entonces, la gente prorrumpió en una oleada de aplausos, hurras y festejos varios, incluso alguien encendió un petardo que explosionó estruendosamente, y ya todo fue alegría.

Los músicos volvieron agruparse y apartaron una gruesa soga que sospechosa y misteriosamente, había caído sobre el escenario. El director volvió a su atril y reanudó la función. Terminaron lo que faltaba de repertorio: realmente poco, el tiempo de descuento podríamos decir, o de alargue que diría un argentino. Y a modo de propina, y para relajar el ambiente, tocaron un par de Aves Marías. Finalizó la función y la gente abandonó el teatro. Comentarios, runrunes y risas varias, más silencios episódicos. Lo típico.

El hombre del teléfono móvil no se atrevía a levantarse. Fue uno de los últimos en hacerlo. Cuando finalmente lo hizo y desfiló, nadie le prestaba atención, nadie quería acercársele: era un apestado, un cero a la izquierda, un ser de las tinieblas; estas malas vibras eran aumentadas por sus propias sensaciones de frustración y remordimientos. Pero alguien de su misma generación se compadeció y se le acercó, y esta fue la conversación que mantuvieron.

-Hola ¿qué tal?

-Uf, muy mal, no tengo ni ganas de hablar.

-¿Qué te ocurrió?

-No lo se, me bloqueé, y para colmo, creo que el móvil también.

-Bueno, no te aflijas, tienes un motivo para la alegría.

-¿Un motivo para la alegría? No lo creo, casi me cuelgan. Además, mañana tendré a toda la prensa buscándome para hacerme entrevistas, y seré el hazmerreír.

-Si, pero eres el primero que ha conseguido interrumpir  un concierto de la filarmónica, y quizás el único, en 170 años....

-No se yo.... si eso es motivo de dicha....

-Más de 14.000 actuaciones ininterrumpidas...

-Bueno... visto así....

-Solo una persona lo logró.... está frente a mi...

-¡Si!

- ¡Vente arriba!

-¡Si! ¡Me lo merezco!

-Hombre, tampoco te vengas tan arriba, yo no se si te lo mereces... No lo vuelvas a hacer que pierde su gracia. Pero si, pasas a la historia. ¡Felicidades!

-No lo volveré a hacer pero soy historia de la música. ¡Saldré en el anecdotario ilustrado de la real música clásica!

-Así me gusta, esa es la actitud. Tampoco mataste a nadie, tampoco es para tanto. Aunque a ti, si te quisieron matar...

-Ya te digo, me vi con el agua en el cuello, perdón, con la soga.

-¿Tienes algo que hacer? ¿Qué te parece tomar un par de whiskys en la Quinta Avenida? Conozco un garito que está de muerte. Buena música, buenas titis, buenas copas...

-No tengo nada que hacer; y si, que carajo, ¡después de esta tensión me vendrá bien! Venga, me apunto.

-Vale, pero apaga el móvil o siléncialo, el dueño del bar es un gran melómano, aparte de maniático, y no soporta los móviles escandalosos que rompen lo que el considera su armonía -Y le guiñó un ojo.

-Ja, ja, ja. Vale, lo apagaré. Casi estoy por deshacerme de el. Pero lo apagaré. Esta noche pasaré olímpicamente del móvil. Solo quiero beber y pasármelo bien. ¡He vuelto a nacer!

-Venga, cogemos un taxi. Noche, estés preparada o no. ¡Allá vamos!

Y juntos se perdieron en la inmensidad de la noche y de la gran ciudad. Al día siguiente nadie sabía quien era la persona del móvil que interrumpió un concierto de la Filarmónica de Nueva York después de 170 años y más de 14.000 actuaciones. La prensa no se preocupó por averiguarlo. Ni el susodicho en darse a conocer.

En los aledaños y entre bambalinas, el mismo día y los posteriores,  se comentó la situación. Los típicos chismorreos. Si los hay cuando no ocurre nada reseñable, imaginaros con esta anécdota tan especial. Los más maldicientes dijeron que el desconocido hombre había activado el despertador del móvil por si se dormía en la obra de Mahler, luego no supo apagarlo -espero que no se me enfade ningún seguidor del compositor centroeuropeo, me limito a transcribir la información que me suministraron-. También se dijo que quizás era alguien sordo de un oído y parte del otro. Otros insinuaron que era un boicot para desprestigiar a la Filarmónica, tramado desde otra filarmónica (nadie dijo cual). Y algunos aventuraron que era alguien con afán de protagonismo y de provocación: alguien que quería pasar a la historia como el primero en interrumpir una función de música clásica en Nueva York.

(Esto ya está fuera del ámbito de los lectores). Hasta aquí mi investigación y mi crónica, redacción de La Bola Loca. Ahora voy a volver a por mi trabajo a pie de campo: con suerte pillo el sujeto de estudio en su camino de vuelta (con hijitos incluidos, como ustedes mismos me dijeron). Recordé que me deben quince días, huraños ermitaños de redacción. Procederé a apagar el móvil -necesito silencio máximo para mi sensible investigación-, así que podéis ahorraros las molestias. Durante quince días me dedicaré a otra de mis pasiones: las mariposas y la naturaleza. Tomaré el autobús, pasaré por Miami a saludar a mis amigos y luego pondré rumbo a la inmensidad de  los campos de maíz de América, buscando mi mariposa dispuesto a seguirla hasta donde quiera que vaya.

Queridos lectores, este es el texto tal como nos lo envió Hilarante Supino. Hemos ofrecido, aparte de la crónica, la información interina,  o sea, todo,   porque creemos que es tan interesante lo que cuenta Hilarante que no podemos omitir nada. Esperamos que lo hayan disfrutado. Así es Hilarante Supino. Genio y figura. Discutible lo de los quince días de vacaciones pero, es una persona tan especial, tan estrella en lo suyo, que se le consiente más que a ninguno. Como dijimos al principio: hay que saber tratarlo. En casos como este,  solamente podemos felicitarlo y animarlo a disfrutar de sus días libres, sean correspondientes o no.

Actualmente esperamos con curiosidad y avidez su regreso a la redacción. Quizás nos traiga una gran investigación sobre las Mariposas Monarca. O las mariposas le llevan a otros lugares tan interesantes como fascinantes. Una mariposa, otra mariposa, mariposas enlazadas hasta llegar quien sabe donde para componer una historia tan hilarante y genial como su propio nombre indica. Nombre que trae de cuna. Como si su madre intuyese lo que el futuro le depararía. En caso de que vuelva con material apetecible, fielmente se lo haremos llegar. No teman por ello.  


Miguel Galván.

  

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